En apenas unas semanas, a mediados de octubre concretamente, tendrá lugar el treinta y cinco aniversario de la designación de Barcelona por parte del Comité Olímpico Internacional, como ciudad para acoger los juegos olímpicos de 1992.
Yo recuerdo haber vivido aquel instante en directo, no en Barcelona pues todavía el destino no me había realizado el guiño para venirme al Mediterráneo, pero si a través de la televisión. Con apenas 18 años recién cumplidos me hizo mucha ilusión que nuestro país y concretamente Barcelona fuera quién organizara el que es el evento deportivo más importante cada cuatro años.
Tras aquella designación comenzó una carrera contrarreloj para transformar muchas zonas de la ciudad y levantar algunas de las sedes más importantes donde tendrían que realizarse parte de las pruebas deportivas.
Posiblemente, la mayor transformación de la ciudad tuvo lugar en la zona de costa, allí donde durante décadas se le dio la espalda al mar y donde viejas naves, fábricas y raíles de vías ya en desuso separaban la urbe de lo que hoy ya es zona de playas y de un puerto deportivo.
Hace unos días a primera hora de la mañana me fui a retratar ese lugar desde las alturas. La luz dorada lo inundaba todo mientras una fina capa de niebla se asomaba por toda la franja costera de la ciudad y las localidades adyacentes.
La estatua de Colón, los edificios del puerto y de aduanas, el hotel Arts, el puerto deportivo del Port Vell, la villa olímpica y los grandes edificios del barrio de Poblenou son seguramente, para los que ya tienen una edad, una imagen que nada tiene que ver con lo que podría verse desde esta privilegiada atalaya hace cuatro o cinco décadas atrás.
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